La cocina huele mal, como a comida en mal estado. No hay
luz. La cerveza me salpica un poco la barbilla cuando doy un trago, restriego
mis botas por el suelo para quitarme los excrementos que he pisado al salir al jardín;
mis pantalones están manchados de sangre formando una especie de costra. Del sótano,
llega un rugido que me hace temblar durante unos segundos, algo sacado de una
pesadilla.
-¡Deja de gritar Ken!
Y doy un golpe a la puerta del sótano con mi escopeta. Lily
nunca quiso tener armas en casa.
Los rugidos paran durante un instante, pero vuelven con más
violencia, con la urgencia de vomitar
Como un torrente de palabras malsonantes y maldiciones salen
de mi boca. ¡Al diablo todo esto! Podría disparar contra la puerta, o apoyar la
escopeta bajo mi barbilla, y disparar con el maldito pie y acabar de una
maldita vez con todo.
-¿Eso te gustaría eh? le grito a la puerta
No hay porque que perder la cabeza, la luz de los vecinos está
encendida.
Cuando mi hijo Ken llego por primera vez a casa, todo
cubierto de sangre y con esa mirada
perdida, temblando de pies a cabeza, casi me desmaye. Un padre no debería ver así
a su hijo. Llamo en la noche, con los nudillos, como solía hacerlo cuando vivía
con nosotros. Había aparcado el camión frente a la puerta del garaje. Era más
de media noche. Dije:
-Maldita sea, Ken, que...
-He hecho algo terrible, papa, lo siento... No pude
pararlo...Estoy metido en un lio papa
Le hice entrar en casa y mire antes de cerrar la puerta. Los
malditos vecinos no perdonan una oportunidad de chismorrear. Bien lo sabía cuándo
lo de Lily, cundo se le cayó el pelo por esa porquería que la daban para el cáncer.
Senté a Ken y le di un vaso de agua. Temblaba sin parar, así
que le puse una manta por encima. Estaba pálido y mucho más delgado que la última
vez que vino a visitarme.
Ken solo conseguía balbucear.
-Me la he comido... me la he comido, papa...
Un rugido hace que el dedo se me escape del gatillo.
-¡Cállate maldita sea! ¡Te ayudare pero tienes que poner de
tu parte!
Me levanto y me sirvo otro vaso. La escopeta asida, como si
fuese parte de mi brazo. Al final yo tenía razón, Lily; un arma en casa hace
falta
Ken me conto llorando que se había comido a una chica con la
que se había enamorado en la universidad. Me conto que estaban en su casa y
empezaron a hacer las cosas que hacen los jóvenes, ¡maldita sea! Un chico de la
edad de Ken tiene derecho a esas cosas: Tiene estudios, paga su alquiler y es
un buen chico, deportista y creyente. La chica debía ser bonita. Ken comenzó a
sollozar como un perro herido cuando me conto como había mordido a la chica,
los gritos que ella pegaba. Le dijo que le hacía daño. Ken no pudo parar. Me
agarro la mano y, mirándome a los ojos me prometió que no había podido parar.
Arranco la carne de la muchacha desgarrando con los dientes, como lo haría un
lobo. Y siguió hasta que se le paro el corazón,
hasta que había engullido bastante carne viva como para respirar.
Después tiro el cuerpo al rio y condujo una hora hasta aquí.
La luz de los vecinos lleva, más de dos horas encendida y
son casi las tres de la mañana. Deben de haber escuchado ruidos y estarán cuchicheando,
asomados a la ventana, escondidos entre las cortinas. A ver que secreto esconde
su vecino
Hacían lo mismo con Lily:
cuando empezó lo del cáncer, dijeron que yo la pegaba. Que de las palizas que
la daba, estaba siempre agotada, maltrecha, que había adelgazado y el pelo se
le caía por la culpa del estrés. Dijeron de mí que era una bestia. Tuve que
aguantar eso mientras mi mujer se moría. Cuando llego su muerte vinieron a mi
casa a comerse mi comida.
Y a decirme que lo sentían. Malditos sean.
Convencí a Ken para
que volver a vivir aquí, para tener un ojo sobre él. La escopeta siempre cerca.
¡Maldición no podía disparar contra mi propio hijo, pero no podía hacer otra
maldita cosa! Íbamos todas las noches al bar a beber algo, veíamos los partidos
de béisbol en la tele, era agradable. Pero Ken
se volvió a escapar, volvió aquella noche otra vez empapado de sangre.
-No soy yo, papa…Es el devorador…No puedo pararlo cuando le
entra hambre…
Y yo rezaba, rezaba todas las noches pidiéndole a Dios que
ese demonio dejase en paz a mi hijo, pero Dios tenía cosas mejores que hacer.
Después de la tercera o cuarta vez, en el pueblo empezaron a
sospechar. Las habladurías señalaban a un chico joven que se llevaba a las muchachas
en su camioneta, a la puerta de los bares
o en los aparcamientos. Los rumores de que las chicas desaparecían se sumaron a
varias desapariciones de muchachos de la edad de Ken. A veces, cuando llegaba
el hambre, encerraba al chico en el sótano. Compre un par de cadenas y fundí un
par de argollas para encadenarlo a la pared. Mientras echaba los cerrojos me decía:
-me duelen papa… Están muy apretadas…
-TIENE QUE SER ASI, HIJO.
Me hacen daño, papa…
-El devorador es fuerte Ken. Tiene que ser así
Pero siempre conseguía escaparse.
Así que empecé a darle esas malditas pastillas para
dormirlo.
Si los vecinos han escuchado todo, habrán llamado a la
policía. Si la policía viene y se pone a registrar la casa encontraran montón
de huesos de chicos y chicas jóvenes del pueblo. Si la policía se encuentra a Ken lo encerraran. ¡Mi
chico es un buen chico! Es ese devorador, ese demonio que lleva dentro y se
come a la gente. ¡Mi hijo no se ha comido a nadie! Aprieto fuertemente la
escopeta y doy una patada en la puerta del sótano.
¡Bastardo, suelta a mi chico!
Esta noche Ken salto
sobre mi cuello. Le estaba diciendo que teníamos que hacer algo con los huesos,
que pronto se descubriría el pastel. Ken no dijo nada, solo salto. Tiro la mesa
de la cocina y los platos con la cena fría cayeron al suelo. Eche mano de la escopeta
y le golpee en la cara con la culata. Ken cayó rodando y le empuje de una patada por las escaleras del
sótano. Rodó por las escaleras y yo baje tras él. Ese condenado tenía fuerza:
se puso de pie y me agarro la escopeta con ambas manos, haciéndome retroceder.
Un padre no debería verse obligado a pelearse con un hijo.
La escopeta se disparó y el devorador pareció asustarse.
Aproveche para lanzarlo contra la pared y cerrar las argollas.
Y allí lleva desde entonces.
Encadenado
Los vecinos lo habrán oído todo y habrán llamado a la
policía a sí que tengo que hacer algo.
Abro la puerta del sótano y le llamo.
-¿Ken? ¿Hijo?
Las escaleras crujen bajo mi peso, palpo la pared para no caerme.
El disparo dio en el cuadro de luces. Enciendo el mechero y avanzo hacia la
pared con la escopeta en la otra mano.
-¿Ken?
Y ahí le veo, sentado con la espalda apoyada contra la pared,
empapado en sangre, con los brazos encadenados y despellejados hasta el hueso.
La sangre gotea por sus extremidades al igual que en su boca.
-¿Hijo mío…?
No se mueve, no responde, no respira. La escopeta se me
escurre de entre los dedos.
Los jirones de carne se confunden con el metal e las
argollas. Trozos de piel desgarrada forman un círculo alrededor de mi hijo. El
devorador tampoco responde.
-Te has comido a mi hijo…
Maldito bastardo.
Se ha comido a mi hijo.