Me levanto lentamete del sillón mohoso, intentando no
marearme. Dejo la botella de whiski sobre la mesa e intento avanzar unos pasos,
de repente me viene un dolor de cabeza y me caigo al suelo. Y empiezo a llorar y
a gemir.
-Mi mujer ha muerto,
mi mujer ha muerto, me repito mentalmente.
Aquella radiante mujer, con su brillantes ojos color miel,
su pelo negro azabache cayendo sobre sus delicados hombros. Aquella mujer que
te susurraba las palabras más hermosas al oído y te derretías al instante; Ella, había muerto, me la habían arrebatado, como cuando a un niño se
le quita un simple caramelo.
Cuando me enteré de la noticia, mi vista se nublo y empecé a
ver rojo, luego negro y luego mi vida no tenía ningún sentido, si ella no
estaba. Me sentía solo y vacío, tenía en mente quitarme la vida, lo tenía
planeado para esta noche, aquí en el salón. Beber y beber hasta que se me
parara el corazón. Entonces la vi..., si,... aunque parezca una locura la pude ver. Y
allí estaba, de pie enfrente mío, igual que siempre, hermosa. Iba con el traje
de nuestra boda, parecía un ángel caído. Y me habló, aunque no entendía ni una
sola palabra por culpa de mi embriaguez, sabía lo que tenía que hacer. Haría
pagar al bastardo que me había arrebatado a mi mujer.
Cogí mi pistola, y salí en busca de aquel miserable y por un momento, me sentí feliz.
Cuando llegue, y le apunte con mi arma, el no paraba de gemir
y llorar, pero ninguna palabra salía de su maldita boca, le grite que se
callara, pero el grito con más fuerza aun, y entonces furioso, apreté el
gatillo, no una, sino varias veces. Los disparos resonaron en mi cabeza, pero
no era un ruido molesto, era un sonido de gloria, había vencido, el asesino había
muerto.
Es una pena que no hubiese podido hablar, al menos para
decir sus últimas palabras, pero como lo iba a hacer, había nacido hacía tan
solo un par de horas.
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